A veces pienso que lo único malo de vivir en Tel Aviv es que quede en Israel (por aquello de los dilemas políticos, morales y vitales, con los que este país me desafía cada día). Porque Tel Aviv es una lugar encantador mientras sucede el tiempo de mi vida en el que quiero vivir en una ciudad. (Se que llegara el momento de refugiarme en el silencio de una montana o cobijada solo por el rumor de un mar solitario). Porque Tel Aviv tiene magia, tiene chispa, tiene la apertura y la flexibilidad de un espacio ocupado por todas las procedencias imaginables. Es joven, es audaz, es fresca, es fácil de andar en bicicleta. No se preocupa mucho por la imagen, no le importa demasiado cómo lucen sus habitantes, no está llena de edificios inacabables, y en su lugar hay casas medianas que le dejan cumplir el cargo de la altura a los árboles. Y está cercada por el mar mediterráneo, su mejor frontera.
Lástima que quede en Israel, porque a pesar de que no se sienta en lo más mínimo las más de las veces, es imposible olvidarse de que hace parte de este conflicto desconcertante y latente que palpita en mi oído cada día. Pero a veces decido no saber, y simplemente disfruto recorriendo sus calles para ver cómo se ve la luna llena desde Tel Aviv.
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