Hoy es el último día de la marcha por la vida del soldado secuestrado Guilad Shalit. El 25 de junio del 2006 el chico de 21 años fue retenido por Hamás, y hoy su familia y miles de manifestantes culminan su protesta de 200 kilómetros en Jerusalén. Cada día se programó un trayecto al que podían unirse todos aquellos que reclaman al gobierno acciones inmediatas para lograr el intercambio humanitario. Hamás pide a cambio del joven soldado la liberación de algo más de 400 presos palestinos pertenecientes a su organización y condenados por terrorismo.
10.5 kilómetros, 3 horas, y 7000 mil caminantes bajo el sol ardiente del verano fue el saldo del martes cuando decidí marchar y participar en la protesta. No estoy segura por qué lo hice, mi posición política en este país es borrosa e indefinida, no me siento tan identificada o comprometida como para alzar mi voz y exigirle algo al gobierno de este país, sin contar con que siempre he sido escéptica de las marchas y pienso que al final de cuentas no dejan resultados concretos. Pero tal vez porque el secuestro es un mal tan insertado en mi gen colombiano, y me indigna sin límite una práctica tan cruel e injustificada, me puse los tenis y la gorra para el sol y caminé al lado de otros que gritaban consignas por la libertad.
Marché por él, Guilad, por los soldados colombianos que absurdamente todavía permanecen secuestrados, por los desaparecidos y los que han perdido su vida en cualquier guerra sucia. Marché porque me enferma esta humanidad enferma. Marché porque necesitaba manifestar mi incoformidad, mi desacuerdo, mi desaprobación. Marché sin importar que al final de cuentas tal vez no sirva de nada.
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